La sartén que tiene el fondo quemado, la taza descascarillada del café, la almohada con la manchita de sangre, la camiseta con el surco de lejía, la puerta descolgada de la nevera, la persiana que nunca baja bien, ese trapo de cocina que nos da grima al tacto.
Es sencillísimo tirar a la basura o resolver problemas con los que vivimos a diario, y no lo hacemos. Puede la pereza, de forma que sólo nos acordamos de la sartén cuando nos ponemos a cocinar una pechuga de pollo.
―¡Tírala! ―me digo a menudo.
Hay que saber deshacerse de los trapos que nos dan grima y aplicarlo a nuestra vida diaria. Hacemos demasiadas cosas porque siempre las hemos hecho, mantenemos relaciones con gente que nos interesa un pimiento, damos mil oportunidades a escenarios que no nos dan alegría.
Tenemos que tirar la sartén. Hay que tirarla. Aunque lleguemos con la pechuga de pollo y tengamos que congelarla. Seguro que en la siguiente compra no se nos olvida pasar por la zona de cocina del supermercado.
Coge la sartén por el mango.
¡Y tírala!
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