Ahora podría contar que fue una decisión tomada frente al espejo, pero no sería cierto. Dejé de afeitarme, sin más. Como un acto de rebeldía de mi propio cuerpo ante el dolor de una pérdida definitiva.
Cuando los amigos, las redes o mi ordenador, de golpe, me asaltan con una foto del pasado, sé catalogarla en el antes o después. Al verme la cara afeitada sé que entonces él estaba con nosotros y juego a adivinar dónde estaría mientras me hicieron esa foto, si estaría en su mesa camilla con sus libros sobre genealogía de reyes, o de cervezas en el Jamaica, o en la playa con mis hermanas. Si estaría o no ya enfermo, si lo habían operado ya o no, si fue antes o después de nuestro viaje a París, si ese día lo vi o no.
Hay días en los que me recorto la barba y pienso en él, en la magia que sería coger de nuevo la cuchilla, mucha espuma, para lanzarme a recuperar mi cara de entonces, limpia de estos años sin él, y cogiese el coche para ir a buscarlo para tomarnos unas cervezas por su barrio.