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domingo, mayo 17, 2020

Urticaria

Veo imágenes de calles céntricas de Madrid con pijos enarbolando banderas de España y siento, de manera instintiva, una repulsión inmediata hacia mi bandera. Hacia la bandera que se supone que me representa. Porque yo no tengo nada que ver no ya con el país imaginario de esos energúmenos, sino que vivo en otro planeta.

Dan miedo. Da miedo gritar a los cuatro vientos y en letras grandes que son fascistas. No son otra cosa. Son la vergüenza de este país. Vox es un partido fascista que añora tiempos en que quien no era gente de bien (ellos) no tenía más derecho que el de callarse.

Debemos perder el miedo a exigir que no hablen más en nuestro nombre, que no ensucien más la palabra España, porque mi España nada tiene que ver con la arrogancia de quienes desprecian a quienes no son como ellos. ¿Qué amor patrio es ese?

Hay colas de gente pidiendo comida a diario, el paro sube como la espuma, mueren a centenares personas asustadas con un respirador como única esperanza; pero ellos, los patriotas, se pasean 'indignados' por las calles de Madrid para que les abran sus boutiques y puedan cenar a la carta.

No está lejos Portugal. Esa bandera verde y roja. Aquí al lado. Donde el jefe de la oposición se pone al servicio del gobierno para decir. 'Aquí estamos para ayudarle a sacar el país adelante'.

Se llama fascismo. Y campa a sus anchas. No lo olvidemos. En Francia o en Alemania se colocó un cordón sanitario para no darles oxígeno, aquí en España no ha tenido la derecha agallas para decir: Con ellos, nada.

martes, mayo 12, 2020

Realidad

La realidad es tan extraña que los picos de felicidad suelen llegar cuando nos alejamos de ella, en momentos precisos en que olvidamos qué somos ni qué hacemos aquí. Instantes en que burlamos al tiempo justiciero, en que escapamos de su rodillo lineal que nos arrastra siempre en la misma dirección. Pellizcos en el estómago que tienen mucho de espiritual en los animales que somos, derroches de vida asociados a lo intangible, a inventos humanos que no obedecen a leyes físicas ni se fabrican. Un abrazo soñado, un detalle de amor, una melodía que se cuela sin esperarla, la mirada de quien te quiere, fija, apenas unos segundos. Una cerveza bien tomada.

La alegría de los momentos dulces tiene mucho de desorden, poco de rutina, se alimenta de lo fortuito y se pelea con la razón. La felicidad no se razona. Estas reflexiones no son sino un intento vano de poner palabras al orgasmo encontrado en las pequeñas cosas, cuando nos despojamos de todo para ser aquel niño que un día fuimos y que siempre nos acompaña, esa criatura que no entiende de otra cosa que no sean eternidades y risa floja.

Vivir es raro. Organizarse para llevarlo con dignidad es lo mínimo que se nos exige, pero somos legiones los que queremos más, quienes nos negamos a perder el punto de locura que dé sentido al esfuerzo de tener todo en orden.

Ayer tarde me asomé a la ventana del salón y un olor con la composición perfecta de ciudad primaveral mojada por la lluvia me trajo la Sevilla milenaria de la que apenas soy un fugaz enamorado más, y en ese aroma vi, por décimas de segundo, toda mi vida pasar.

¿Qué empresa vende eso?

sábado, mayo 09, 2020

Demonios

Soy un entusiasta del mimo. Como lo soy del gracias. O de la buena educación.

Muy seguramente porque me educaron en los tres y por ser consciente del bien que me hizo. Cuando naces a la vida con cariño y achuchones, tienes media partida ganada. Yo tuve esa suerte.

Está sobrevalorada la sinceridad absoluta, yo soy más de mentiras piadosas. ¿Qué gana uno con alimentar las inquietudes de alguien que se preocupa por su peso, por su pelo o por su edad con comentarios tan objetivos como innecesarios? Muchas de nuestras angustias las padecemos en interno, pero vienen de fuera, de miradas, de gestos, de mensajes... de gente que pregona quererte.

Yo vivo desde hace diecisiete años con alguien que cada día me dice 'no haber visto una cosa mejor hecha en su vida'. Y lo dice de mí. Y yo me río. Y estoy en el mundo. Y sé cómo soy.

Soy un entusiasta del cariño dado porque sí. Sin más. ¡Es gratis!

Los demonios, ya cada uno los llevamos dentro...

lunes, mayo 04, 2020

Sabios

Si la reflexión es habitual en mí, más lo es aún si me veo inmerso en un encierro. Y al estar en un encierro, reflexiono sobre qué consecuencias nos traerá.

Son tantas las personas que lo están pasando mal, tenemos tantos amigos impactados de lleno por el parón económico, que la principal contribución que me planteo nada más poder hacer vida normal será la de consumir. Maldita palabra. Consumir. En estos tiempos en que se critica con fiereza la sociedad consumista, culpable para muchos de haber llegado al agujero donde nos encontramos metidos, yo me planteo consumir.

Pero, ¿qué hacer?

¿Puede una sociedad estar viva sin el trueque? Si nos dedicamos a aprovisionarnos exclusivamente de aquéllo que es imprescindible, ¿no moriría la sociedad de inanición? ¿Dónde dejaríamos el placer?

Sí. Está el consumo responsable. Pero, ¿quién lo define? ¿Quién nos educa para practicarlo?

No podemos martirizarnos pensando en que si me compro unos pantalones estoy emitiendo no sé cuántos gramos de CO2, o tomarme un zumo y crucificarme porque las naranjas han hecho 10.000 kilómetros en avión.

Necesitamos sabios que nos digan cómo actuar. No sugiero que sustituyan a los políticos, pero sí que los políticos basen su acción en ellos. En las personas sabias, para que se legisle de forma que no se pueda consumir una naranja que se cultiva a 10.000 kilómetros ni comprar pantalones fabricados en condiciones de insalubridad por trabajadores explotados.

Son los sabios quienes debieran decir a los políticos que no todo es posible, que así nos hundiremos cada cierto tiempo en un agujero y acabaremos destrozando nuestro planeta.

Pero desgraciadamente el consejero que tiene el político al lado es el financiero, no el sabio. Es el guardián del capital, bendito tesoro.

Los ciudadanos debemos ser responsables, claro que sí. Yo quiero gastar mi dinero para disfrutar del placer de vivir y contribuir a que otros saquen adelante sus negocios. ¿Soy un irresponsable?

sábado, mayo 02, 2020

Vecino

En este confinamiento que empieza a relajarse hemos tenido un comportamiento muy civilizado los vecinos de mi bloque. Es lo menos que se espera. Somos muy pocos y hemos repartido nuestros tiempos para no coincidir en la hermosa azotea en pleno centro de Sevilla que compartimos.

Tan sólo en dos ocasiones estuvimos algún tiempo al caer la tarde con el vecino del bajo. Él es el último en salir y se pega paseos kilométricos. Es viudo, enorme y orgulloso de su pasado.

Me da miedo las personas que, teniendo alto concepto de sí mismas, miden a los demás con su propio rasero de autoexigencia.

Desde que yo vine a vivir aquí, hace casi veinticinco años, él ya habitaba con su familia en el bajo. Nunca crucé una palabra con ellos, más allá de los saludos cotidianos. Tuvo hijas. Todas iguales. No sé cuántas. Todas parecidas a una madre también grandona que un día de hace algunos años, no sé cuándo, murió.

Su soledad y haber coincidido en la azotea nos hizo hablar, a buena distancia, en esos primeros días de confinamiento. Que yo fuera ingeniero para él suponía muchos puntos positivos, como si la valía de una persona estuviera en el número de títulos académicos. Él bien se ocupó de describirme su recorrido profesional y sus orígenes humildes.

Me da miedo, también, la gente que se hace a sí misma y no lo vive con humildad.

Ayer se nos pasó aplaudir a las ocho y subimos algo más tarde. Volvimos a coincidir con él. Estaba lanzado. 'Tenemos un país de rateros'. 'Aquí nadie quiere trabajar'. 'En los tiempos de "Paquito" la gente se esforzaba más'. 'Al Coleta hay que echarlo'. 'Necesitamos gente como Trump'.

Yo no tengo término medio. Soy una persona muy amable hasta que atravieso, afortunadamente escasísimas veces, la frontera de la indignación. Entonces, como dice Fran, saco del bolsillo mi tablao portátil y me pongo en plan Farruquito.

Ayer estuve a punto.

Uno sube a la azotea de su casa y tiene que recibir, ultrajado, un chaparrón de improperios hacia mi propia sociedad de un vecino con el que no tengo, ni quiero tener, la menor confianza.

Él buscaba en mi mirada la aprobación, pero yo no hacía más que pensar si valía la pena sacar el tablao y decirle lo muy indignante que era dar por supuesto que en mi cabeza corría tanto odio como por la suya.