—Fíjate, Salva —me decía Martín—, las ruedas de esos camiones son más altas que una persona.
Estábamos en un mirador desde donde se veía toda la actividad de la cuenca de Riotinto. Minas a cielo abierto de dimensiones inimaginables en las que se trabaja día y noche.
—Los camioneros tienen ciclos de 12 horas.
Transportaban toneladas de cascotes y subían, en un orden riguroso, a una velocidad escasa. Uno tras otro. Se cruzaban con aquellos que bajaban a por más material.
La sensación era la de observar una distopía, de habernos introducidos en las pantallas de una película de ciencia-ficción.
Esas minas se dejaron de explotar en los años 90, con la caída del precio del cobre. Desde hace unos años, con su subida, la maquinaria ha vuelto a funcionar.
A mí me provocó cierta ansiedad. Era un viaje al centro del sistema, una organización alienada para servir las necesidades del mundo moderno. Como si antes de tomarte un entrecot, te llevasen a visitar un matadero.
Es la cara que no se ve. Disfrutamos del cobre, la plata y el oro que salen de allí, pero no imaginamos el sistema, tremendo, que se necesita para mover toda esa rueda.
Da mucho empleo, sí, tanto como una imagen de aquello en lo que el hombre ha convertido el planeta Tierra.