x

¿Quieres conocerme mejor? Visita ahora mi nueva web, que incluye todo el contenido de este blog y mucho más:

salvador-navarro.com

martes, junio 16, 2020

Yokohama

Quiero aprender japonés.

Ya desde la primera vez que visité el país, hace veinte años, quedé abducido por un magnetismo extraño que me fascinaba tanto como me repelía, en función de mi capacidad para olvidarme de mí.

Sus flexiones repetidas al saludar , la forma de no tocarse, el temblor en los labios al hablar, su manera de no mirarse...

He tenido la suerte de viajar muchas veces a Japón, casi siempre por cuestiones laborales, y no he podido sustraerme al chaparrón de sensaciones que la cultura nipona proyecta en el occidental que soy yo.

Una de las primeras ciudades que visité fue Yokohama y a mí me gustaba preguntar cómo interpretar los signos que la describían.

La traductora que nos acompañaba se esmeraba en explicar al ingeniero preguntón:

"Yokohama se compone de dos símbolos kanji'

El primero, 横, representa a un árbol amarillo. El árbol se ve claramente a la izquierda. Por ejemplo, para representar un bosque, se juntan esos símbolos, dando lugar a algo así 森林. El amarillo tiene que ver, como no podía ser de otro modo, con la luz y con el emperador. Y es majestuoso: 黄. Casi se le ve la figura.

El segundo, 浜, representa la costa junto al mar. Claramente se puede ver a la izquierda el símbolo del agua, como tres gotas, y lo podemos ver integrado en palabras como lago, o en las bebidas de la carta del menú de un restaurante. 

"Yokohama significa, por tanto, el árbol amarillo junto al mar"

Yo quedaba embelesado, y quería saber más. ¿Cómo se pronuncia amarillo? Me decía 'Ki', que significa 'Yoko' y me respondía 'cerca de'.

Ibas descomponiendo los símbolos y estos tomaban vida propia. El árbol, el agua... 

Me hablaba de tres tipos de alfabetos.

"No podríamos escribir McDonald's con símbolos del viejo alfabeto japonés'

Con mis ojos le animaba a contarme más y ella se sonrojaba.

Veinte años después, aún recuerdo esa dulce tarde de otoño junto a Masuko.

Quiero aprender japonés. Quiero poder beberme dos cervezas e hipnotizar, a la gente que quiero, explicándole con calma oriental cómo construir el significado de cada ciudad y trazar sus símbolos en una servilleta de papel.

miércoles, junio 10, 2020

Negros

Siempre hay alguien a quien pisotear.

Y por debajo de ellos, está el negro.

Estremece estudiar con cierta visión objetiva la historia de quienes han tenido ese color de piel. Sin soflamas ni golpes en el pecho. Su único pecado fue vivir hace siglos en un estado de 'civilización' menos avanzado que la gente blanca del norte, nuestros antepasados, que entraron por sus tierras por entonces con ganas de destrozarlo todo. Vendidos, esclavizados y sometidos.

No hay un paso adelante que hayan dado como pueblo sin sufrimiento. Nadie les ha regalado nada. Tienen el pasado lleno de héroes propios, negros, que decidieron un día plantar cara a la chulería del que se creía dueño castrador. Pensar tanto dolor de tanta gente tanto tiempo es inabarcable.

Estamos en el siglo XXI, hemos viajado a la Luna y nos comunicamos de un lado del planeta a otro en milésimas de segundo, pero aún hay que reivindicar que los negros son personas. Iguales y tan dignas como cualquier otro. Y admitirlo de corazón, sin caridades ni tolerancias. Da hasta sonrojo pensarlo.

Educan a sus hijos en el Nueva York o el París de hoy en día para que sepan subir las manos cuando vean a la policía, para que pidan un tíquet hasta por comprar un chicle; amaestrados por ellos mismos para no hacer ruido, andando toda su vida como sobre cáscaras de huevo. Bajando la mirada.

El dolor no es sólo su dolor ni la impotencia que nos provoca su desdicha, sino que haya un presidente mezquino, insensible, displicente, analfabeto emocional, engreído y desafiante que se permite no mostrar ni un minúsculo gesto de emoción hacia esa parte de su pueblo, un megalómano que se hace fotos con la biblia delante de catedrales mientras ellos gritan que no pueden respirar.

¿Qué biblia es ésa?

domingo, junio 07, 2020

Tomate

Estuvimos este mediodía comiendo con mis hermanas en un restaurante clásico de una calle escondida de Triana. Fuimos los primeros en llegar.

La propietaria charlaba con su madre en la mesa que habíamos reservado. Ya dio apuro levantar a la señora, muy mayor y con bastantes kilos de más.

-Si ella no se levanta -dijo la dueña- vosotros no coméis.

Todo era comida casera. Tomates grandes y rojos, un atún espectacular, huevos con langostinos, guiso de garbanzos. Exquisito.

El sitio se fue llenando y la jefa tuvo que levantar a su padre de otra mesa, a quien puso también a trabajar.

Hubo un momento en que vi al fondo a la madre en la cocina, con tres sillas apiladas haciéndole de sostén, y al padre recogiendo platos. Bien pasados los setenta, los dos.

A media comida fue el señor quien vino a comentarnos los postres. Le temblaba la cara y las manos al explicarnos. Simpático donde los hubiera, pero agotado en el hablar, y respirar, tras su mascarilla de rigor.

Producía una tremenda ternura.

Uno se pregunta si hay derecho a eso. Uno se responde si no serán ellos mismos quienes no quieren dejar de ser útiles. No a su hija, sino a ellos mismos.

Es fácil juzgar, es complicado vivir.