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lunes, diciembre 17, 2018

Laura

Queda apenas media hora para que comience el telediario y no apetece. Apetece poner música, olvidar el mundo, plantearse qué cenar y qué próximo libro leer.

Encender la tele para escuchar en qué lugar de la sierra de Huelva encontraron el cuerpo de Laura no apetece. Entran ganas de taparse entre cojines con un buen libro, no pensar en esa sonrisa cortada de golpe por un monstruo. Ni imaginar los momentos de terror previos, ni escuchar los detalles que vendrán, ni asistir al llanto de una familia rota.

No es agradable verse en el espejo de lo más miserable del ser humano ni asumir que haya gente así. No apetece.

Con cada Laura muerta morimos un poco todos. Y no apetece verlo tan claro. Ver cómo de repugnante puede llegar a ser el vecino, cómo de dura puede ser la vida. No apetece pensar qué podría haber sido de esa joven entusiasta hace unas semanas por una plaza en un instituto. No entran ganas de ponerse en la piel de ese pueblo destrozado de Zamora.

No apetece.

El cuerpo pide no encender la tele, no aceptar que nos han matado un poco más, que somos un poco menos inocentes, un poco menos buenos, un poco más desengañados de lo que podríamos llegar a ser y nunca seremos.

miércoles, diciembre 12, 2018

María Emilia

Mi querido José Ibáñez alabó hace años que este blog encabezase cada reflexión con una sola palabra. Me agarré a ese piropo hasta que ayer conocí a María Emilia.

Ya la crucé antes del verano con una cerveza. Recién terminaba la presentación de un libro, salió del bar de enfrente cabreada.

-¡La mujer del bar me ha destratado!

Entonces supe que era uruguaya, de vida nómada y que hablaba como los ángeles.

Anoche, en una cita a cuatro organizada por mi amiga Marisa, caí definitivamente rendido. Nos hizo viajar varias veces de su Uruguay natal a la Suecia de la que acababa de aterrizar para contarnos cómo en su juventud fue apresada por la policía política argentina, maltratada, vejada y encapuchada para conseguir tiempo después, allá por los 70, asilo en el país nórdico, donde reharía su vida y tendría a sus hijos, Felipe y Sofía.

-Mi hija nació dando bocados al aire -nos contaba con emoción a Marisa, a Machuca y a mí.

Yo jugaba con la información privilegiada de saber que encandilaba, pero pregunté todo al no conocer nada. Empecé por interesarme por su relación con Sevilla.

-Aquí murió mi hijo Felipe, Salvador -a mí se me heló la sangre.

Él tendría treinta y tantos años, y fue hace no mucho. Siguió a su hermana pequeña, Sofía, bailarina enamorada del flamenco, y acabó aquí cuando ella, once años después, decidió volver a Estocolmo. Un Felipe de corazón frágil desde pequeño rendido definitivamente al Sur. Ella, Sofía, estrenó durante la bienal un espectáculo homenaje a él. 'Pulso'. El pulso del corazón de su hermano.

-Él llegó a asistir al estreno de su hermana, ya muy malito -nos contaba su madre.

De arrugas bien marcadas, pelo rojo y figura esbelta, anoche María Emilia flirteaba con el buen trato del camarero que nos atendió.

-No sabes el bien que me hace que me traten con cariño.

Negoció con el casero quedarse un tiempo con el apartamento de su hijo en el barrio de las Golondrinas. Necesitaba estar a solas acá donde vivió él. Patearse Sevilla y adentrarse por los recovecos del Virgen del Rocío, por la UCI, las salas de espera, los pasillos donde no hace mucho se le iba la vida esperando un trasplante que no llegaba, una operación que no terminaba nunca.

-Cuando me dijeron que no podían cerrarle el pecho supe lo peor.

Entre copas de tinto y con gafas empañadas nos confirmó que ella no pensaba que Felipe siguiera presente.

-Felipe no está ya en ningún lado, pero yo sí, y necesito saber que estoy viva.

Aguantó varios días tras la operación, inconsciente, rodeado de hermana y madre. María Emilia le hablaba, esa vieja tupamara valiente que no se conformó nunca con el mundo que le tocó vivir. 

-Deja de luchar, mi hijo -le agarraba el puño-. Deja de luchar y vete tranquilo.

Anoche conocí un ángel de pelo rojo y tomé una píldora de vitalidad de efecto inmediato.

miércoles, diciembre 05, 2018

Tánger

Llegamos en ferry a Tánger desde Tarifa tras acordar dos días de trabajo en las plantas que Renault tiene en esta ciudad y Casablanca. Una serie de retrasos provocó que llegásemos sin almorzar y bien entrada la tarde a las oficinas de Europcar en la ciudad. Se mezclaban dos ansiedades: visitar la medina antes de que cayera el sol y comer algo sólido.

Con indumentaria impuesta, decoración infame y simpatía desbordante nos acogió el chico del 'rent a car' con un español bien currado.

-Ustedes no tienen prisa, ¿verdad?

Le puse una cara de pocos amigos que no supo interpretar. Me preguntó mil cosas innecesarias para firmar el contrato mientras Fernando fumaba su cigarrillo electrónico en la calle. Media hora después, tras imprimir y tachar no sé cuántos papeles, me entregó la documentación.

-¿Es tarde para comer algo por esta zona? -me atreví a preguntarle.

-'No hay algo que se llama tarde aquí' -me respondió con un español hecho a pedazos. Yo apunté la frase en el móvil, por rotunda.

Dos días después, por circunstancias que no vienen al caso, tuvimos que adelantar el retorno a España desde Casablanca. Las oficinas del alquiler de coches abrían a las dos y media, lo que nos hacía temer no poder coger el ferry de las tres tras entregar el vehículo. Llamamos a Europcar y nos atendió el mismo tipo con idéntica buena disposición.

-No se preocupen, abriré media hora antes y os acercaré personalmente al puerto.

Así fue. Nos dejó a los pies del barco con una sonrisa y tiempo de sobra para tomar un café, en una muestra impecable de profesionalidad impensable en otras latitudes más 'civilizadas'.

'Allí no hay algo que se llame tarde', pienso hoy desde mi atalaya; de eso tenemos de sobra a este lado del Estrecho.