—¿Te relías o no? —me preguntaba a mí mismo.
Atravesé la isla de la Cité hasta dar con el brazo ancho del río, donde me paré, apoyado en la baranda de piedra del puente, con la idea en la cabeza de que necesitaba descansar. París siempre iba a estar ahí. Era cuestión de retomar los pasos hacia el hotel.
Lo que ocurre es que no sé repetir caminos y tiré por otro puente, por otras calles, me paré en otros lugares por ver si los remolinos seguían igual. Vi cruzar barcos, parejas agarradas, ciclistas enfadados.
—¿Me relío?
Recordé la última vez en Les Antiquaires, lo amable que fue la camarera, lo pachucho que me encontraba yo, las risas con mi amiga Mariángeles. Enfilé entonces la rue du Bac y me planté allí.
—¿Tienen mesa?