Hay días en que envidio no saber mucho de algo, sobre todo cuando escucho a grandes eminencias hablando del coronavirus, o de la literatura húngara de los años sesenta, o de la conexión a la red eléctrica de las plantas eólicas; cuando alguien explica con palabras simples cuestiones bien complejas.
A mí me gustaría al menos ser experto en algún tema menor, aunque fuese acerca de las diferentes formas de obtener chocolate en polvo, pero ni siquiera eso. Por mucho que rasco, no sabría lucirme respecto a nada de lo que me apasiona. Tal vez, por excusarme, se debe a que mi abanico de inquietudes es demasiado amplio.
Me quedo colgado como un niño chico si emiten un programa sobre la construcción de las pirámides mayas, tanto como si es sobre las investigaciones sobre el Parkinson, o el cultivo de la remolacha en Corea del Sur. Todo me interesa y de todo soy analfabeto.
Es por eso que prefiero escuchar, porque no tengo una opinión construida sobre todo aquello que nos atañe, ni encuentro con facilidad los orígenes de los conflictos que nos acechan.
Si ni siquiera sé explicarte la gama completa de los vehículos Renault, ¿cómo te voy a hablar de las constelaciones en el cielo?
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