Íbamos muy a menudo a un bar de copas a escuchar a una chica cantar.
Lo hacía como los ángeles.
Había noches en que sólo estábamos nosotros y ella nos lo agradecía. El objetivo de su contrato era atraer nuevos clientes y fidelizarlos. Fuimos llevando cada vez a más amigos, llenábamos la sala para disfrutar de su voz.
La avisábamos por teléfono para que nos reservara mesas cerca del escenario y ella nos respondía al minuto para decirnos que ya las teníamos listas para nosotros.
Cuando ya se había establecido buen rollo con ella de tanto ir, le escribimos al mismo teléfono, desde el que siempre respondía raudo, para invitarla a la presentación de mi última novela, muy cerca de ese bar.
Nunca supimos más de ella.
Ni ella de nosotros.
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