Qué obsesión eterna la de controlar la intimidad del otro, los gustos en el otro, las ganas que puedan tener de amar de ésta u otra manera.
No sabemos lo afortunados que somos de vivir en una sociedad donde las leyes protegen al individuo de la hoguera de las infelicidades de los otros, de sus envidias y dobles morales.
Siempre seguirá habiendo violencia contra el prójimo por el simple hecho de vivir su propia sexualidad, con la diferencia de que en los tiempos actuales no están permitidas las inquisiciones de antaño, aquéllas que se sustanciaban en denuncias por lo que uno pensaba que el vecino hacía.
Queda todavía un reducto de sociedad casposa, sí, carca y malhablada, corroída por sus ganas de imponer visiones divinas de la vida de los demás.
No podrán nunca con las ganas, que la inmensa mayoría tenemos, de querernos en libertad.
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