Aquéllos que no leen y descubren mi faceta de escritor, lo primero que me preguntan es cuántos libros vendo, cuándo dinero gano, cuántas novelas he publicado, pero nunca se interesan por qué es lo que cuento, cómo lo cuento y por qué.
A los que no leen, la ficción le suena a ficción, a cuentos chinos y paparruchadas.
Hay, entiendo, quien es capaz de sustraerse de su realidad individual y colocarse en un mundo inventado. A mí me pasa con las tres dimensiones. Tengo un problema desde pequeño en los ojos que me hace torpe para ver las cosas en relieve. Todo lo veo plano.
Cuando a esas personas les explico de qué va mi última novela me dicen, ¿cómo se te ocurren estas cosas? Porque en el fondo no le ven sentido a inventar otras vidas. Es, para ellos, una cuestión de pragmatismo. Son los que leen libros de historia, ensayos políticos o revistas de automóviles, porque piensan que todo lo que no esté apoyado en datos reales es una pérdida de tiempo.
Yo, sin esperanza alguna de convertirlos, les explico todo lo mucho que yo crecí como persona a partir de esas historias inventadas que nos dio por llamar novelas. Todo lo que he viajado, todas las personas que he sido, todas las veces que me he muerto, todas los hijos que he tenido.
Ellos me miran con simpatía y me preguntan:
-¿Te merece la pena dedicar tanto tiempo a escribir?
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