La virtud relajante de la ficción es esa, sacarte de tu realidad para transportarte a otros mundos. Al conceder ese poder al libro que se tiene entre manos, uno está aflojando la mandíbula. El cuerpo pierde la tensión que produce el pensar en los planes del día siguiente o en la bronca del día anterior.
Una buena novela te pedirá que pierdas sueño para saber más, pero en el fondo no es más que un señuelo para que a cada página te sientas más fuera de ti, con lo que dejas a un lado toda preocupación propia para participar en un juego en el que no cuentan los dolores propios.
Cuando, en cambio, es uno el que está construyendo ese universo de ficción, y apaga las luces, se alcanzan estados cercanos a la levitación. Ahí sí que no estás tú, por muy en el centro que estés, por mucho que esos personajes solo existan en tu cabeza. Cuando construyes una novela lo menos importante eres tú.
Así que me escondo por ver qué tal se llevan entre ellos, de modo que cuando la novela va bien avanzada ya los conozco como si fueran mi familia y al calorcito de sus conversaciones, me quedo frito.