Una playa de Huelva de arena fina, agua muy fría, casas preciosas en primera línea y ambiente familiar, donde pasamos veranos eternos desde muy pequeños.
Llegó un año en el que a nuestra madre terminó de írsele la última esperanza de curarse y ocurrió todo allí, en una casa con un pino alto en el patio, junto a barcas de pescadores. Un verano dolorosísimo.
El cuerpo, la mente, se construye protecciones que no consulta contigo, así que la familia le puso una cruz a esa playa, que pasó de paraíso a maldición. Mis hermanas rondaban los veinte años por entonces y nunca volvieron a ir.
Hace algunos meses, yendo a Portugal, las convencí para desviarnos de la autopista y visitar ese paisaje de nuestra infancia treinta años después de que ellas dos lo hicieran por última vez. Gritaban desde el coche a cada chiringuito, cada casa o recuerdo con el que se topaban. Aparcamos y se adentraron, emocionadas, en la arena.
—Huele como entonces —reaccionó Raquel, mientras Mónica se quedaba noqueada reviviendo las imágenes de aquellos tiempos que nunca volverán.
—Sueño mucho con La Antilla desde esa visita relámpago —me contó esta semana, mientras tapeábamos.
Sí. Ellas bajaron a la misma arena de aquellos veranos lejanos, con el mismo jaleo de niños jugando, las casas de siempre asomadas al mar.
—No sé cómo una playa puede oler a algo tan concreto —pensó Raquel en voz alta.
A lo que Mónica respondió.
—Olía a mamá.
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