Iván ha pasado unos días con nosotros en Portugal.
Ya no sabe venir solo, siempre se trae a un amigo. He empezado a entender por qué. Necesitan algo que ya, nosotros, no le podemos dar.
¡No paran de hablar!
Hace unos años no tenía más que decirle que se viniera e íbamos a recogerlo. No preguntaba cuánto tiempo ni si habría alguien más.
Ahora, la primera pregunta es:
—¿Puedo ir con alguien?
Son chavales encantadores, pero es agotador cómo hablan. Todo el tiempo, sin parar. Me cuesta imaginar que haya tantos temas sobre los que charlar. Y, en cuanto paran, rápido al móvil y a escuchar tiktokers, o youtubers, o raperos.
Qué agotadora la adolescencia. Qué alegría saber que no tendremos nunca más esa edad. Esa cabeza todo el día a la búsqueda de estímulos.
No se ofenden cuando les cortas de golpe la conversación, porque están todo el día dándole a la comba y no hay forma de entrar sin agarrar, con decisión, la cuerda.
—Ya está la cena.
La madurez te trae el silencio. Bendito regalo.
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