Siempre, salvo que la trastada sea tremebunda, pongo todo de mí para que busquen el camino del reencuentro. Tal vez sea más latino que nórdico, más emotivo que racional, lo sé. Como sé que en todas las familias se pueden encontrar argumentos para acumular odios concretos y romper, en un terreno abonado para que eso ocurra, porque los padres no se eligen, los hermanos tampoco, ni tus hijos tienen por qué ser de la manera que tú imaginaste. No hay, por tanto, motivos sólidos de afinidad que provoquen el que nos llevemos bien en la casa común.
Hay que ser generosos precisamente por eso, porque sólo compartimos la sangre y el pasado. Que ya es mucho. Admito, sí, un componente de comportamiento animal, de rebaño, de protección mutua.
En mi entorno hay amigos concretos, con nombres y apellidos, que sufren esas fracturas con dolor. Yo mismo he tenido episodios de no hablarme con mis hermanos, de querer escapar. ¡A todos nos pasa!
La lucidez propia de quien ha vivido con pasión me hizo tener claro, hace mucho tiempo, que donde esté mi familia estaré yo.
No hay argumentos racionales. Es la sangre.
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