Abusamos de calificativos tremebundos como facha, cateto, chorizo, indigno, mafioso, pervertido o iluminado cuando nos referimos a personas concretas, lo que provoca no sólo un enrarecimiento del ambiente en el que nos movemos, ya de por sí cargado, sino que además nos hacen un flaco favor a nosotros mismos como individuos maduros, serenos, de mente abierta que muchos pretendemos ser.
Si alguien mete en la conversación un comentario de índole religiosa ya es un facha, si otro no conoce determinado restaurante de moda es un cateto, si en un sitio te cobran más cara la caña de cerveza ya son unos chorizos.
Llevamos tan al límite nuestros señalamientos que acabamos por construir artificialmente una sociedad de malnacidos irreconciliables.
Yo me he metido en la cabeza el no definir gratuitamente a nadie con esos epítetos, para que llegado el caso, cuando lo haga, se comprenda mi punto de desengaño con esa persona.
Mientras tanto, admito que mucha gente no piensa como yo, no actúa como yo, no ve el mundo que yo veo ni le sacuden comportamientos que a mí me desconciertan.
Tienen todo el derecho a sentir distinto.
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