Íbamos todos los lunes al anochecer.
Salíamos del club, agrupados, y corríamos por calles que se convertían en carreteras hasta salir de Sevilla, donde buscábamos una hilera empinada de casas que terminaban en la más absoluta oscuridad.
Era entonces cuando sonaba el silbato y salíamos todos corriendo como posesos hasta el fondo de esa rampa rodeada de casas humildes. Una vez arriba, entre jadeos y los pulmones reventados, salía una jauría de perros a recibirnos.
Yo tendría 15 años y un ramalazo de terror recorría mi espina vertebral al llegar allí. Con disimulo me situaba en el centro del grupo por si un día esos perros medio salvajes nos atacaran.
Ese callejón se ve desde Sevilla cuando enfilas la carretera para Huelva. Cuando pienso en el miedo, no tengo más que mirar para allá. Nadie lo supo por entonces, nadie se dio cuenta, a nadie le expliqué lo que fue mi terror.
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