En la primera se presentan con la fachada presumida de enseñarte lo que tú venías a ver y no suelen defraudar. Vas buscando las postales y las encuentras. Se establece un romance entre tú y ella que quedará para siempre en el recuerdo.
La segunda vez, en cambio, empiezas a verle las costuras, sus tripas, empiezas a mirar dentro de los bares, las colas en el banco, la vestimenta de los policías, hueles las panaderías, escuchas las risas, vas sin las prisas de hacerte la foto.
Así entramos en el Moma. Nueva York ya no era una desconocida para nosotros y podíamos permitirnos vagabundear. Habíamos escuchado que Marina Abramovich presentaba una performance en el museo, que ya conocíamos, y allí nos metimos.
Llevaba meses actuando a diario. Ella se sentaba en una silla, frente a una pequeña mesa, y esperaba a que alguien de entre los visitantes del museo se sentará del otro lado. Entonces se producía el milagro. Tan solo consistía en mantenerse las miradas, hasta que al retado le ganaba la retadora.
Yo sufrí todo tipo de emociones observando la escena, no quería salir de allí. Me sentí importante, me sentí pequeño, se me saltaron las lágrimas, me angustié, agradecí estar vivo, se me erizó la piel.
Solo había una señora mirando fijamente a un desconocido, a los ojos. Y un desconocido aguantando la mirada.
Hay quienes critican el arte contemporáneo por salirse de las normas, pero las normas del arte solo tienen que ver con provocar en el espectador sensaciones que le hagan estremecer.
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