Lanzarote es Montse.
Si pienso en la isla, hermosa de roca negra, viento y azul, me agarran la garganta los días que pasé allí a solas. Incluso los dioses se aliaron e hicieron que se me acabasen los datos del móvil, para evitarme distracciones fuera de mí y ella.
Montse había muerto el día antes, a una semana de cumplir lo cincuenta, y yo decidí escapar tras visitarla en el tanatorio.
Con un coche de alquiler la recorrí de norte a sur, de un lado a otro, a la isla y a Montse. Lloré agarrado al volante, al sentarme frente al mar en la inmensa playa de Famara, cada vez que colgaba el teléfono tras hablar con gente que se interesaba por mí.
Me quedaba dormido en la arena, bebía vino canario hasta acabar las botellas. Nunca me sentí tan en comunión con la Naturaleza, pequeñito, frágil, perdido.
Cuando aparece Lanzarote no hay tristeza, porque a ese viaje fui yo solo, pero lo disfruté con ella.
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