Hace unos días, volando a Sevilla desde París, tuve la suerte de sentarme junto a una señora francesa y su hijo, un joven pianista de 30 años.
Estuvimos las dos horas charlando de nuestras vidas, de lo que podían visitar en Sevilla, de cómo los franceses ven a los españoles.
Tan delicioso fue que nos pasamos los teléfonos.
Para los que tenemos la suerte de viajar mucho, el progreso, sin embargo, no es siempre sinónimo de bienestar.
Viajar en tren se ha llegado a convertir en un suplicio por la mala educación de los viajeros que consideran que la tranquilidad de los otros no es una variable a tener en cuenta y se llevan trayectos enteros dando gritos a través de su teléfono móvil. 'A mí qué me importa el resto del vagón'.
Ahora anuncian que se va a integrar el wifi gratuito en los aviones y me pongo enfermo. Ni siquiera ese rato regalado de subir por encima de las nubes va a ser un refugio para escapar de charlas a grito pelado de gente que no ve más allá de sus narices.
Con lo bonito que es adormecerse con la cabeza apoyada en una ventana que te muestra la grandeza de la naturaleza, gracias al poder conquistado por el ser humano de asomarse a nuestro mundo desde arriba.
Con lo gratificante que es conocer a tu vecino de asiento, así, sin más.
Sabemos ya volar, que era lo más complicado, nos falta aprender a pensar en quien está a nuestro lado, que debería de ser lo más sencillo.
Acabaremos todos con auriculares, aislados, para no escuchar los gritos de los demás.
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