Siempre nos ronda una preocupación mayor, unitaria, absorbente, que pulula en nuestro cerebro hasta que viene a ser reemplazada por otra, que comienza el martilleo intermitente que corresponde a seres inseguros que no pueden controlar sus miedos.
Una enfermedad real o imaginaria, una incertidumbre económica, la inestabilidad en algún familiar, la relación con algún jefe en el trabajo. Algo hay, siempre, que actúa como antídoto de la felicidad para decirnos que ésta no es posible del todo.
Es complicado deshacerse de los miedos, pero hay que aprender a reírse de ellos. A llamarles pesados, aguafiestas, hijos de su madre, a dejarlos que nos amarguen un rato hasta cerrarles el grifo.
No se puede pensar a cada minuto en que algún día nos vamos a morir.
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