Recorrían todo el salón, inmenso cuando eres un crío, y dejaban tanto espacio libre hacia las ventanas, que los primos nos organizábamos una vida aparte por allí dentro, mientras los mayores, en esas eternas cenas de Nochebuena, iban aumentando los decibelios al mismo ritmo que el alcohol.
Por nuestro lado de las cortinas siempre había quien organizaba sesiones de teatro para representar a la abuela, algo que yo detestaba; por el otro lado mis tíos empezaban a contar chistes que no les daba tiempo a terminar, ahogados en su propia risa.
Yo pasaba al otro lado de esa gran tela blanca que definía la frontera de la infancia y me sentaba a escuchar a los mayores, sus batallas, los recuerdos, los tiros sin bala, la sensualidad de las historias a medio contar, mientras mis primos se afanaban en preparar una obra teatral que me resultaba ridícula.
De vez en cuando me asomaba hacia ese otro lado y me decía:
—Yo debía estar ahí.
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