La cantinela de sus frases siempre iguales se me metía en la cabeza para no salir.
Una mañana recibí una llamada de alguien con quien no quería hablar, no recuerdo quién era ni por qué, pero decidí no responder y que sonara los tonos que hiciera falta.
En ese momento, el hombre de la retahíla inagotable y voz chillona se acercó a mi mesa, tomó mi teléfono y lo colgó. Con brusquedad.
A mí me subió una rabia incontrolable por la garganta, pero no hice nada. Ese hombre malhumorado volvió a su silla y yo me quedé paralizado, enfurecido, violentado.
Al día siguiente vine con mil discursos acerca de la falta de educación que había supuesto su gesto, pero no llegué a hablar nunca con él de ese episodio.
Se quedó para siempre esa impotencia en mí, insana y perturbadora.
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