Estábamos convocados para comentar una magnífica novela de Susana Martín Gijón, Especie, que trata sobre ese mundo, el de la gente que no come ningún producto animal.
Al estar en su salsa, todos se aplaudían entre sí cuando reflexionaban en voz alta.
Yo me permití opinar.
—Soy omnívoro —dije—, pero estoy dispuesto a que me convenzáis de que hay que comer menos carne. Por evitar la muerte de animales, por nuestra salud... Aunque sé que me gusta mucho como para abandonarla del todo. —Las miradas eran poco amigables.
—No nos vale —decía la líder—. Hay que acabar radicalmente con el consumo animal.
—Pero, si conseguís convencer a un porcentaje de la población de las bondades del veganismo y reducimos un diez por ciento la matanza de animales, ¿no es también un reto motivador? Si reducimos un diez por ciento los mataderos, ¿no es una victoria importante para vosotros?
Todos negaban con la cabeza. O blanco o negro. No valían posicionamientos híbridos.
Me comí el menú vegano, riquísimo, pero sentí que estaba en un lugar aislado del mundo, con pocas ganas de convencer al resto de la humanidad, con argumentos suaves, de sus ideales.
La radicalidad, casi siempre, acaba destruyendo metas loables.
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