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viernes, diciembre 23, 2022

Novela

Siempre me pasa lo mismo cuando me lanzo a escribir una novela, y ya van casi una decena.

Los comienzos son descorazonadores. Escribo, ideo, planifico, construyo escenas, invento personajes, imagino futuros, elaboro pasados que me agotan. Esa capacidad omnipotente de crear implica un desgaste emocional brutal en los primeros pasos. Cuanto menos avanzada está la historia más cuesta sentarse delante del papel en blanco. Todo parece flojo, poco creíble, deslavazado y encuentro mil excusas en la nevera, en youtube o en las calles de Sevilla para quitarme de en medio.

Necesito abroncarme a mí mismo para avanzar apenas unas líneas y me ofrezco la promesa de victorias pasadas para entrar en la dinámica del creador, porque me digo a mi yo escritor que ya fui capaz, que ya hubo quien se emocionó con esos mundos inventados, que por qué no va a volver a pasar con los que están aún por recrear.

Cada día que avanzo, por pequeños que sean los párrafos, más lleno los pulmones, menos tonta me parece la historia.

Estos días a Pablo lo tengo desbordado. Todos los personajes salen a su encuentro y él se encuentra vacío, poniendo malas caras que no van con él, saltando a la mínima, torciendo el gesto, no queriendo más que ir a casa a acostarse para no pensar. Porque de momento Pablo está en mí y tengo que conseguir que me dé una patada, se aleje y empiece a maquinar.

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