Al llegar a la estrechísima calle Bailén tuvimos que frenar. Una pandilla de maduritos ocupaba la calle sin atender a las luces de nuestro coche, que les aparecían por detrás. Sin aspavientos ni bocinazos, esperamos con calma a que se echasen a un lado, aunque pronto nos dimos cuenta de que llevaban una buena cogorza encima.
De buena apariencia, entendimos que habían empalmado una comida de navidad con unas copas de media tarde, así que nos relajamos para disfrutar de las caídas y tropezones, de cómo una agarraba a otro y éste se apoyaba en la pared.
Al conseguir, por fin, avanzar, nos dimos cuenta de que era gente conocida. Gente cercana con la que alguna vez hemos estado de copas. Yo bajé la ventanilla y los saludé.
—Vaya pedo que lleváis —les dije, con mi conocida inocencia, y a ellos se les cambió la cara.
Cerré la ventanilla y Fran me criticó.
—Cómo se te ocurre decirles eso. Se han quedado cortados.
—Pero si ya nos habían visto —protesté—. ¿Qué les iba a decir? ¿Qué bonita está la noche...?
Hacer que miras para otro lado es peor que mirar de frente.
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