Tenemos la suerte de disponer de la casa de mis suegros en el Algarve para nosotros dos.
Cuando juntamos tres días, damos el salto desde Sevilla y nos atrincheramos en este lugar fuera del espacio y del tiempo, donde desaparecen las reglas y los despertadores para dar rienda suelta al no hacer nada y hacerlo todo, porque la vida está aquí donde uno es el verdadero protagonista, en nuestros silencios compartidos, en las noches abrazados, en las risas preparando una tortilla.
Nos enfoca la sociedad tan descaradamente para ser útiles, que nuestro cuerpo reacciona buscando lo contrario, el recluirnos en nosotros mismos para gritar que queremos libertad.
Uno tarda en darse cuenta de lo castrante que es vivir de lunes a viernes a golpe de alarmas, reuniones programadas y tareas nunca del todo terminadas. Somos parte de la cadena de producción. Nos pagan por nuestro trabajo, a los que tenemos la suerte de tenerlo, para nosotros pagar por propiedades y necesidades, no todas necesarias, que requieren de más dinero, en una espiral de la que es imposible salir. La vida siempre pide más madera.
Sueño con una sociedad diferente, donde el ser humano esté en el centro, por encima de esta economía que usa al hombre como una trituradora de carne para aportar el combustible necesario para que el mundo, tal como lo conocemos, siga rodando.
Sí, sé que es un sueño irrealizable, que tal vez no haya mejor sistema, que la vida será eterna competencia donde triunfa el más fuerte. Así somos y así, desgraciadamente, seremos.
Siempre hay carne joven para triturar.
Al final uno busca sus oasis donde escapar, de tanto en tanto, de la paranoia. Rendijas a través de las que vemos toda las ganas sanas de vivir que nos oculta el día a día. Todo mi propósito es rasgar con fuerza el decorado impuesto, para aumentar el tamaño de esas rendijas y así escaparme, sin hacer ruido, cuántas más veces mejor.
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