Salía por primera vez de viaje por Europa, en tren, con veinte años, mochila, poco dinero y ansia por conocer el mundo, en esa ingenua creencia juvenil de que el mundo está siempre ahí fuera.
Siempre es recomendable acompañarse de gente ingeniosa cuando uno decide romper con las rutinas. Nuestro amigo Quino era el amigo ideal. Sin pudores, desinhibido, facilón, cubría nuestros miedos e inseguridades con su inocencia desparramada.
Pronto nos dimos cuenta que no nos llegaba el dinero para pagar muchas noches de camping, así que decidimos dormir en viajes nocturnos en tren. Así que Quino propuso la estrategia del calcetín. El calor veraniego y las caminatas facilitaban el triunfo.
—Ahora, venga, sacar los calcetines.
Él cerraba el compartimento, las ventanas.
—Así —los aireaba, con toda la peste de los pies de 3 chavales reventados de pasearse las ciudades de media Europa.
La gente abría la puerta y la cerraba, espantada. Cuando ya el tren había enfilado la ruta hacia una ciudad lejana, abríamos la ventana y asomábamos la cabeza, para respirar las carcajadas de haberlo conseguido una vez más.
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