No puedo imaginar momento de mayor felicidad. Los cuatro hermanos sentados atrás y yo asomado, como siempre que podía, entre los asientos de mis padres.
No sé qué contaba en ese momento, pero mi padre me cortó, sin mayor maldad. Eran otros tiempos:
—Borete, no pronuncies tanto las 'eses', que pareces una niña.
Yo paré mi relato en seco. El comentario había sido tan directo que no tenía otra interpretación posible. Tendría cinco o seis años.
Desde ese día, no sé cuántas veces me enfrenté al espejo del baño, a solas, para hablarme a mí. Para ensayar. 'Pareces una niña'. Si él hubiese imaginado el daño que esa frase causó en mi infancia, ahora me comería a besos.
Forcé, ya desde pequeño, a controlar ciertos sonidos, algunos gestos, eliminé los diminutivos, las palabras cariñosas. Quizás, quiero pensar, el comentario de mi padre me protegió, me hizo fuerte, evitó futuras burlas. No lo sé.
La gente que me conoció en el futuro coincidía en decirme, aún lo hace:
—Tienes un acento muy neutro. No pareces andaluz. No se sabe muy bien de dónde eres.
Yo sí sé de dónde soy. De un lugar remoto en el que tuve que encontrar un lenguaje donde esconderme.
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