Hacía tiempo en la Casa del Libro esperando a Fran.
Se me pueden pasar las horas de estantería en estantería, tocando, leyendo, oliendo.
—Perdona —se me acercó una joven alta, maquillada, hermosa, con una sonrisa que yo entendí forzada—. Estoy segura que este libro es el que estás buscando. —Me mostró la portada de un libro que entendí como de autoayuda.
—Lo siento —respondí—. No me gusta ese tipo de literatura.
Me resultó violento. Por ella, por mí. Seguí a lo mío.
Tenía ganas de leer la sinopsis de la nueva novela de Juan Manuel Gil.
Entonces la escuché de nuevo. Con otro cliente. Puse el oído.
—Sí, yo soy la autora.
¡Dios!, —pensé—. Qué agresivo he sido.
¿A esto hemos llegado? ¿Dar vueltas con nuestro libro para convencer a clientes desconocidos de que lo que escribimos es lo que ellos buscan?
Sentí una profunda ternura, pero me dio apuro ir a comprarle un libro que ella sabía que no me iba a gustar.
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