—¡Qué te pasa! —Gritó Fran.
Yo venía de hacer unas compras, más feliz que una perdiz.
Ya había caído la tarde y me extrañó ver, desde el patio, la luz del salón apagada. Él estaba en un sillón en el que no se suele sentar y yo susurré su nombre al abrir la puerta. Por lo que fuese, él se asustó. Y con su susto, me asustó a mí.
—¿Estás bien? —Volvió a preguntar.
Tenía la cara desencajada. Me insistió varias veces.
—Estoy como una rosa —insistí.
Se me agarró y me dio un largo abrazo. Tal vez el sonido de mi voz al susurrar su nombre, o algún movimiento que hice al entrar cargado con las bolsas, quizás una perspectiva rara desde ese sillón, hubo algo que le inquietó.
Encendí las luces y le pregunté qué podíamos hacernos de cenar, mientras razonaba, para mí mismo, que acabábamos de improvisar, sin quererlo, un ensayo general de amor del bueno.
Y qué bien que nos salió.
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