Estábamos seis amigos pasando unos días en el Algarve, en uno de esos viajes grupales en los que la convivencia desde el desayuno a la cena no hace sino afianzar relaciones, ya muy sólidas, que apenas se mantienen con cenas esporádicas en la ciudad.
Tras un largo paseo por la playa de Albandeira y el mercado de Armaçao, con cervezas al sol incluidas, volvíamos a casa. Fran llevaba un coche, yo iba en el otro. Ya en el ascensor pregunté si alguien tenía que ir al servicio, las cervezas tenían mi vejiga al límite.
En cuanto entré en casa, donde ya estaba Fran organizando comidas, me escabullí. Fue cerrar el pestillo del baño y llegarme su voz desde la cocina:
—¿Y mi marido?
Escuchar esa pregunta desde el otro lado de la casa, comprobar que alguien está siempre pendiente de ti, produce un cosquilleo en el estómago que no hay dinero que compre.
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