Para entender la discriminación de la mujer no hace falta más que haber vivido.
No importa en qué familia, en qué barrio o en qué país.
Por supuesto que hay grados, claro que hay avances. Muchos. No tengo más que echar la vista atrás para imaginar ese mundo de hace cincuenta años, cuando no existían mujeres en la mayoría de oficios, cuando era raro en el cole tener un compañero con los padres divorciados, porque en el matrimonio se aguantaban carros y carretas, tiempos en los que las niñas no tenían referentes en los que proyectarse si querían ser científicas, empresarias o deportistas.
Claro que como sociedad hemos conseguido avanzar para facilitar las cosas a la mitad de la población. Ese cincuenta por ciento que asume en gran parte el cuidado de los hijos, de los viejos, de los enfermos, que se preocupa de la casa, de la comida, de la ropa.
Sí, claro que hay hombres que contribuyen. El problema es ese, que contribuyen. Como si determinadas facetas del vivir recayeran de forma natural en la mujer y el hombre hiciera un favor por echar un cable.
Recuerdo el enfado de mi amiga Irene cuando su chico le decía, tras comer:
—Ya te he lavado los platos.
—¿Me has lavado los platos? ¿Qué tengo yo, platos colgados de las orejas o me salen platos de la barriga?
Muchos hombres tienen aún el cerebro programado para pensar que al hacer tareas domésticas están haciendo un favor.
Es más fácil ser brillante cuando tu única preocupación eres tú.
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