Tardé en empezar la mili lo que se me alargó terminar la carrera de Ingeniería.
Podía haber optado por la objeción de conciencia, pero quería que ese capítulo de mi vida pasara lo antes posible, así que me enfundé en el traje de soldadito español en cuanto aprobé el último examen.
Fue una experiencia surrealista. Sacaba varios años a los reclutas, debido a mis prórrogas de estudio, lo que me dejaba aún más fuera de contexto.
Que me trataran como a un bulto con ojos me repateaba. Me gustaría decir que era diferente, pero no. Estuve allí y puedo opinar. En ese mundo era habitual la colleja al desfilar, el grito chusco al despertarte, el comentario de desprecio al que no llegaba.
Cuando terminé la instrucción, y ya por fin podía dormir en casa, me programaba el despertador a las seis de la mañana para estar en estado de revista para la izada de bandera.
Iba en mi vespa.
Justo antes de llegar al portón de entrada, había una indicación de tráfico que señalaba una fábrica de aceite, de la empresa Tepesa, que se encontraba a las espaldas del cuartel.
Todos los días, cuando aún la ciudad no se había despertado, veía ese cartel.
Tepesa.
Y todos los días gritaba al viento.
—¡Muchísimo!
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