De las molestias sólo nos acordamos cuando éstas llegan.
Padecemos dolores crónicos que, en su mayoría, tardan semanas en desaparecer, aunque tengamos siempre la sensación de que el malestar que hoy sentimos se hará eterno en nuestras vidas.
A mí me gusta jugarle la partida a ese pinchazo en la espalda, en la rodilla o en la cabeza que creemos que nos acabará matando.
Las reglas son facilonas. Si el dolor viene de imprevisto, un punto para él. Si, en cambio, soy yo el que me acuerdo espontáneamente de él, por inexistente, un punto para mí. Que me coge comiendo y me pega un latigazo, ya vamos dos a uno; que me estoy duchando y veo que no me duele nada, ya estamos dos a dos.
Así que llego a la cama, me siento en el borde y me digo, estoy en plena forma. Así que gané por tres a dos.
Aunque haya días en los que pierdas, el hecho de marcarle algún que otro golpe al dolor te sirve para confirmar que todo pasará. Que somos más listos. Que vamos a poder.
La mente juega un papel tan importante que es capaz, más veces de la cuenta, de derrotar a las quejas del cuerpo.
(Mi empatía más sincera con aquéllos a los que el dolor siempre les gana la partida)
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