Llegué a Catar por pura coincidencia.
Mi vuelo de trabajo a Teherán tuvo que desviarse por el temporal de nieve que padecía la capital iraní, así que nos desviaron al emirato a la espera de una mejora en mi destino.
Los imprevistos son un regalo para la gente curiosa, así que me propuse disfrutar de la experiencia las 24 horas que pasé en suelo catarí.
Ya desde el avión se podía comprobar la inmensa obra de ingeniería que suponían las inmensas urbanizaciones que ganaban terreno al mar con formas de palmeras, pero ya una vez en tierra veías una ciudad con una vida un tanto artificial, tal vez porque el clima no invita a paseársela.
Al no tener visado, no podíamos pasearnos con libertad por la capital, pero sí pude ver desde el autobús lo que significa un país en construcción, con dinero a espuertas, en mitad de una nada llena de arena.
Lo que más recuerdo es el amanecer desde la ventana de mi hotel.
Hordas de trabajadores filipinos y malayos camino de las obras de uno de los grandes estadios de fútbol, donde hoy empieza el Mundial. Sin derecho a la ciudadanía, ni protección laboral, vivían hacinados en barracones insalubres ocultos de la ostentación de un país inventado para ser de colores. Han muerto por miles para construir esos escenarios fulgurantes que nos tendrán pegados al televisor, bajo la mirada esquiva de un Occidente que se limitará a gritar a su equipo de fútbol.
El hombre.
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