No sé por qué, pero yo llevaba todo el cargamento y Fran corría por delante de mí.
Desde cincuenta metros atrás yo veía cómo cruzaba carreteras sin mirar, hasta adentrarse en un descampado sin apenas vegetación y plagado de rocas enormes, como si del viejo Oeste se tratase.
Justo cuando llegué al centro de aquel paisaje, con Fran subido a lo lejos en una roca, oí un grito terrorífico.
—¡¡¡La cabra!!!
Vi que venía a por mí y no tenía escapatoria. Cuando ya la tenía a dos metros utilicé mi bolsa como muleta, que arrojé hacia un lado para conseguí evitar sus cuernos, pero la cabra volvió a por mí y yo me lancé a patearla.
—¡Borete!
Fran, tras recibir mis patadas, me abrazó con fuerza en la cama. Yo, con el corazón encogido y sin saber en qué mundo estaba, le hablé de cómo ese animal venía a por mí.
—Tranquilo. —Me abrazaba—. La cabra ya se fue.
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