En mi vida diaria de hombre maduro tengo claro mi agnosticismo. No sé nada de lo que ocurre detrás de la muerte ni lo voy a saber hasta que llegue a ella.
Sin embargo, cuando surge el niño pequeño que hay en mí, juego a que mi madre me ve desde el cielo. Y no es que yo juegue a ser infantil de higos a brevas, sino que lo hago a diario, cuando ordeno el armario y recuerdo lo contenta que se ponía cuando lo hacía, en mi lucha contra el tipo desordenado que habita en mí; cuando como lentejas, ésas que yo disfrutaba como un enano y que me alegraban la mañana al salir de clase; cuando suena la musiquilla del telediario y pienso que ella se reirá viándome correr hacia la tele; cuando estoy tristón en la cama y siento que ella querría venir a darme un beso para ayudarme a salir de mis reconcomes.
Entonces sí creo en el cielo, en los ángeles y en una madre buena observándome desde el cielo.
Luego vuelvo al hombre maduro que soy.
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