Mi primer amor hacia un hombre fue por correspondencia.
Oculto en mi doble vida, acudía a un apartado de correos para recibir respuestas a anuncios de contactos en revistas de segunda mano. Iba a diario, a la otra punta de Sevilla, en mi vespa, para casi siempre toparme con la decepción de un cajetín vacío de cartas de vuelta.
Llegó entonces el sobre con matasellos de Ribes de Fresser, en el pirineo gerundense. Un chaval bellísimo, por dentro y por fuera, me escribía un mensaje de amor.
Nos escribimos durante meses, hasta que vi la oportunidad en las Olimpíadas de Barcelona. Unos amigos de la universidad iban a disfrutarlas a casa de unos familiares. Así que allí me acoplé. Tenía la excusa perfecta. Mi familia me hacía en Barcelona. Y de Barcelona desaparecí. Hacia el Pirineo.
Fueron días maravillosos, pero no tuve valor de partir mi vida en dos.
Pudo el miedo.
Me quedaba una carrera de ingeniería por terminar y una doble vida por romper.
Mis lágrimas en el tren de vuelta eran gordas como granos de arroz.
—¿Qué tal las Olimpíadas? —me preguntaba todo el mundo al llegar a Sevilla—. ¡Qué suerte haber estado allí!
—Divertidísimas.
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