Habíamos apagado el extractor de humo y Fran se fue a dormir la siesta. Yo intenté aguantar, pero el cuerpo me pedía descansar, así que me eché en el sofá. Todo el salón olía a aceite. Me levanté, abrí ventanas, coloqué el extractor de nuevo, pese al ruido. Me tumbé de nuevo.
Nada, el olor no terminaba de desaparecer.
Entonces me fui a nuestros veranos en la playa, cerré los ojos pensando en esa cocina enorme donde salían filetes empanados uno tras otro, las risas de esos tiempos.
Me dormí oliendo a mi infancia.
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