El otro día descubrí una razón más por la que me gusta conducir.
Amante de escapar a cualquier sitio con la libertad que da el hacerlo con tu propio coche, sobre la marcha y por las rutas que apetezcan, prefiero ser el piloto, aunque eso bloquee la posibilidad de fijar la mirada en la torre de un pueblo perdido en mitad de la sierra.
Con música, con noticias o en silencio, avanzar por una carretera es un ejercicio de introspección cuando te toca llevar el volante.
Ahí está la clave de mi descubrimiento, conducir implica no tener un móvil encima para sumergirte en mundos lejanos a los territorios que recorres. A ese punto he llegado. Ir de copiloto dejó de ser hace tiempo una actividad pasiva de dejarse sorprender por paisajes, para convertirse en un monólogo del teléfono hacia ti, que te hace el camino más rápido, incluso más divertido e interesante, a costa de romper conversaciones, reflexiones e idas de olla, tan necesarias.
—¡Déjame conducir a mí! —pido, con cierta ansiedad.
Que quiero perderme en mí mismo durante un par de horas.
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