No era una decisión sencilla, por entonces él vivía en Sevilla y yo en París.
Para nuestra felicidad, me dijo que sí.
Con los nervios a flor de piel, lo recibí en el aeropuerto de Orly una tarde de un invierno que ya acababa. Ya tenía su hueco en el armario y el espacio para sus cremas en el baño. Nos dimos un beso de los que no se olvidan en cuanto aterrizó.
Ya llegados al parking, abrí el maletero del coche.
—¿Y tu maleta?
Salimos corriendo de vuelta al aeropuerto. Su equipaje daba vueltas en solitario sobre la cinta transportadora.
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