Culto como él solo, me empezó a narrar de Nerón mientras paseábamos junto al Coliseo.
Con su risa socarrona y las manos agarradas tras su cintura, no me habló de otra cosa que de Roma, porque yo no sabía que pudiese decirle cuánto le echaba en falta.
Sonó el timbre de la puerta y me salí, de golpe, de Roma. Pero yo no estaba dispuesto. Así que cerré los ojos.
—Me vuelvo donde papá.
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