Cuando una sociedad fuerza a alguien a vivir en la mentira, todo se pudre para el que lo padece y los que le rodean.
En mis tiempos de adolescencia, sin ningún referente homosexual al que agarrarme, en un colegio de curas donde los chistes homófobos estaban a la orden del día, con la familia preguntando en cada celebración cuándo me iba a echar novia, no había escapatoria posible para alguien sensible como yo.
No había futuro, la vida era una broma pesada, una cárcel sin ventanas.
A esa edad yo debía apoyarme en unos amigos que sólo hablaban de chicas. No podía quedarme en casa, ¡quería vivir! Así que yo salía, iba a fiestas, excursiones, barbacoas. Me apetecía socializar. Yo era ya divertido contando historias y ansiaba conocer mundo.
Entonces llegaba la chica que cruzaba la mirada conmigo, que se acercaba a saber más de mí, que me buscaba por los bares. Que un día me acariciaba el brazo y el siguiente me daba un beso en la boca.
Yo necesitaba ese beso, esa caricia, que me abrazaran; pero yo era un animal herido que escondía una vergüenza, que acababa desapareciendo, no cogiendo el teléfono, cambiando de amigos para no volver a ese beso que me perturbaba. Sufría horrores y hacía sufrir a niñas que lloraban mi rechazo. Parecía un niñato caprichoso y era un pobre desgraciado, un noble corazón envenenado de hipocresía social.
Aún existen países donde condenan por ser homosexual, en la misma Europa se bautizan ciudades como territorios libres de gays, en nuestra propia España hay partidos homófobos que se vanaglorian de serlo, que quieren que volvamos a los tiempos en los que los chavales tenían que besar a quien no deseaban y escapar a esconder su dolor en un agujero.
Yo le daría un abrazo enorme a ese chaval atormentado que fui.
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