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sábado, abril 30, 2022

Chamarra

Tras pasar una semana conmigo en París, llevé a mi padre a cenar a un restaurante exquisito cercano a la Bastilla. 

Él estaba feliz, habíamos visitado todos los lugares históricos que él llevaba media vida estudiando, sabía relacionar cada palacio con los conflictos del período en el que se edificó, observaba con ojos infantiles cómo se manejaban por allí las cosas.

¿Te has fijado cómo recogen la basura aquí?

Desde entonces, siempre que paseo esa ciudad y veo a los barrenderos regando el filo de las aceras me acuerdo de él, o de cómo le gustaban las buhardillas de piedra de pizarra.

No puedo dejar de mirar hacia arriba.

Cuando llegamos al restaurante para celebrar el fin del viaje, nos pidieron los abrigos. Para mi sorpresa, y la de la persona de la recepción, vi cómo él comenzaba a hacer contorsionismo para sacárselo por los pies.

¡Papá!

Es que se me ha atrancado la cremallera.

Tras apoyarse en la pared y dar varias patadas al aire, consiguió deshacerse del chaquetón. El de recepción, estirado, me miró con cara de perdonavidas y yo le enfrenté la mirada. Bromas ninguna. Es mi padre.

Nos pasaron al salón como los dos señores que éramos y nos entró, entonces, un ataque de risa.

—Si llego a saber que me traes a un sitio tan elegante me pongo el otro abrigo.

Qué no daría yo por volver a tenerlo, a pasearme París a su lado, a escucharle historias de Napoleón, a observarlo mirar las buhardillas, a esperar que pasase el camión de la basura, a llevarlo de cena, a atrancarle yo la cremallera si hiciera falta y decirle al mundo.

¿Qué pasa? Es mi padre.


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