Yo me agarraba a las faldas de mi madre cuando se sentaba a hablar con su hermana, mi tía Elo, en la habitación de la casa de mi abuela. Me encantaba escuchar a los mayores.
No sé si por los estudios de Elo o por la gente con la que salía, pero con cierta frecuencia bajaban el tono de voz y susurraban.
—Esa mujer es de Lopus.
Sonaba como una isla griega, pero debía de ser un lugar cercano a Sevilla, porque había mucha gente conocida que era de allí, aunque el novio de mi tía era madrileño y también allí había gente de Lopus.
Los que de allí venían solían tener muchos niños, era gente muy educada y de buena posición social. No entendía yo por qué el misterio. Si hablaban de alguien de Utrera o Carmona no bajaban la voz, pero sí cuando se trataba de alguien que venía de ese sitio misterioso.
—Su marido también es de Lopus —se decían, entre cuchicheos.
No encontraba yo la ciudad en los mapas, por lo que imaginé que era un pueblo diminuto. No me atrevía a preguntar, porque parecía un tema prohibido. Incluso pensé que sería una urbanización cerrada, con vallas muy altas, porque había gente que incluso se empadronaba allí.
—Se ha hecho de Lopus.
Me fastidió cuando, con el tiempo, descubrí que ese pueblo lleno de niños y juguetes nunca existió.
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