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jueves, marzo 31, 2022

Panaderos

La reconocí en un balcón, un Miércoles Santo de cuando yo era muy joven.

La vi emocionada y me emocioné, con esa capacidad tonta que tenemos algunos de contagiarnos del brillo de los ojos en los otros.

Por entonces yo era muy capillita, me recorría las calles de Sevilla como un poseso para no perderme el paso de ninguna hermandad. Conocía cada rincón, dónde mecían mejor a la Virgen, cuál era la salida más difícil, en qué lugares cantaban siempre saetas.

Allí estaba yo, en la diminuta acera de la Cuesta del Bacalao, esperando la llegada de los Panaderos y su imponente escena de entrega de Cristo a los judíos, con un montaje rebosante de personajes, donde incluso cabía un olivo.

Así que yo vi a esa actriz, María Fernanda D'Ocón, con las lágrimas saltadas, en el balcón que estaba justo frente a mí, que andaba entremezclado a solas entre la muchedumbre. Tanto me impactó la escena, y tan peliculero soy, que volví al año siguiente justo al mismo sitio. Allí estaba la señora. Y al año siguiente. Y el de después. Ella no sabía que yo me citaba cada Semana Santa para verla llorar.

La madurez me fue apartando de esas tradiciones, el intenso ritmo de trabajo me hacía escapar de la ciudad en cuanto podía, pero siempre me acordaba de sus ojos esa noche, cuando imaginaba el majestuoso paso de los Panaderos bajando una de las pocas cuestas que tiene mi ciudad.

Ayer leí que la actriz ha muerto esta semana. Esa gran dama del teatro de ojillos vivarachos y nariz chata que se emocionaba, sin saberlo, para mí. Murió en paz, dice la noticia, rodeada de sus sobrinos.

El mundo seguirá girando, impertérrito, sin saber que deja atrás episodios de una dulzura infinita que se pierden para siempre.

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