Una mujer de avanzada edad me tomó por el brazo y me metió en la acera, tras soltarme un discurso indignado en danés. Me señalaba el semáforo en rojo para los peatones. Yo sólo supe decir:
—Sorry.
Era un domingo tranquilo y soleado en Copenhague, al que acabábamos de llegar en nuestra ruta adolescente de aventuras con Interrail, tras recorrer media Europa en tren. Yo aún tenía la cabeza amueblada como un crío, así que obedecí a la reprimenda de la señora.
Hay días, muchos, en los que me acuerdo de esa mujer al atravesar una calle por donde no debo. Y siempre me planteo que soy un afortunado por haber nacido en una sociedad menos cuadriculada que aquélla que se relame en una educación cartesiana que no sabe lo que es la mano izquierda.
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