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sábado, marzo 12, 2022

Gregorio

Nunca quise esquiar porque soy torpón y cagueta.

Intuía que a las primeras de cambio se me cruzarían los esquís, me rompería los dos meniscos y mi nariz se destrozaría contra una roca.

Me insistieron tanto, que accedí a pasar un fin de semana en Sierra Nevada. Mi amigo David, generoso, nos hacía un hueco en su casa y me prestaba la equipación.

Hay un curso de principiante de dos horas con el que sales preparado.

La formación comenzaba con los aspirantes en una casetilla de madera. Yo, andando como Robocop, tomé mi sitio. Conforme los monitores iban quedando libres, los llamaban, entraban en nuestro refugio y se llevaban al primero de la lista.

¡Álvaro!

Entonces aparecía Álvaro, un tipo de metro noventa con sonrisa Profidén, y se llevaba al cagado de turno. Avanzábamos los demás.

¡Fernando!

Otro tipo salido de una agencia de modelos.

Al menos la experiencia se ponía interesante. No sabía si iba a aprender, pero iba a pasar dos horas agradables para la vista.

Ya era yo el siguiente cuando llamaron a mi monitor.

¡Gregorio!

Y apareció un vejete encorvado de Valladolid.

Anda, chaval, vente conmigo.

Me caí no sé cuántas veces y sudé como no se puede sudar más en un sitio tan frío. En cuanto terminó la formación me acerqué a mi pandilla.

¿Dónde me puedo tomar una cerveza?

¿Una cerveza?

Mi historia con los esquís ha terminado aquí.

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