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domingo, diciembre 13, 2020

Tristeza

La tristeza se conforma también de felicidad. 

Dejarse llevar por ella es tan sano como caminar un día de lluvia. No siempre hace sol en nuestras vidas.

Cuando algo nos aprieta y duele es cuando nos ajustamos para liberar carga. Los sofocones nos ayudan a conocernos mucho más que los días de risas. De ahí que tenemos que ser inteligentes para encontrar en el llanto combustible suficiente para remontar.

Yo sé que crecí cuando me asusté, que gané en calidad humana cuando comprendí las dificultades, que aprendí a amar mejor las veces en que me sentí solo.

Hay que saber nadar esas aguas, entender que la tristeza es un estado necesario del que hay que salir. Uno no se puede recrear en la pena para construir nada, sino construirlo contra ella, porque te muestra el reflejo de ti que no quieres ver. Es ahí donde el espejo de la pesadumbre te ofrece el camino.

Yo tengo el hábito de bucear en los períodos de tristeza hacia las luces que se muestran bajo el agua pesada de los momentos duros. No sé qué palanca se activa en mí para alertarme de todo lo bueno que tengo en las situaciones de desconsuelo, que no han sido pocas.

Un llanto bien echado es un baile de ángeles rebeldes, un soplo de otoño en primavera; es descarga de emociones comprimidas, es pinchar el globo de nuestros miedos; es querernos débiles, es sabernos humanos, es reivindicar que no podemos con todo, admitir fragilidades, soltar músculos, vencer complejos, respirar mejor. Unas lágrimas pesadas son elixir carísimo que nos da vergüenza comprar. Es una preciosa concesión al niño que no debemos perder.

Con lo bien que sabe esa agüita salada y lo guapos que nos ponemos.

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